En la entrada anterior he realizado un análisis crítico de la situación de la RSE después de una década de su surgimiento y desarrollo. Después de vislumbrar este paisaje, que para nada parece alentador ni optimista, propongo algunas salidas al problema apuntado: posibles iniciativas que creo que ayudarían a mejorar la práctica de políticas de RSE serias y capaces de ir más allá del maquillaje.
Iniciativas que apuntan a repensar el terreno del necesario debate de la RSE. No tanto para enredarse en un creciente barroquismo (tan querido de los que buscan medrar al calor de su complejidad), cuanto, simplemente, para regular con mucha mayor firmeza y claridad unos pocos aspectos esenciales: por ejemplo, la forma como se gobiernan, operan e informan las empresas.
Cómo se gobiernan: porque la empresa sólo integrará realmente los intereses de sus grupos de interés en su estrategia (y en eso consiste la RSE) cuando éstos se integren consistentemente en su sistema de gobierno. Sólo la empresa que asuma esta (paulatina) inclusión, dejando de estar imperialmente regida por algunos accionistas y por la máxima dirección, estará en condiciones de poder ser una empresa socialmente responsable. Y no es -como muchos defienden- el objetivo último e idílico al que se aspira en el horizonte -nunca alcanzable- del camino, sino un prerrequisito previo e imprescindible para la responsabilización.
Cómo operan: porque muchas implicaciones sociales no reguladas de la forma en que producen y comercian las empresas no pueden ser dejadas al albur de la voluntariedad empresarial. Muy especialmente, todo lo que se refiere a la generalización absoluta de condiciones laborales dignas y al cumplimiento riguroso de los derechos humanos básicos. Exigencias incondicionales que deben extenderse en las grandes empresas a toda la cadena de valor y a la operativa en países en los que la legislación es insuficiente o, aunque exista, no se cumple. Algo que, como vienen reclamando muchas organizaciones cívicas desde largo tiempo atrás, sólo puede ser corregible con una regulación obligatoria de carácter internacional impulsada por Naciones Unidas y que todos los Estados de origen de las empresas tengan la obligatoriedad de imponer a sus empresas donde quiera que operen.
Cómo informan: porque, por encima de la polémica sobre la posible obligatoriedad de los informes de RSE para determinados tipos de empresas (que, desde luego, defiendo), lo que verdaderamente importa es que las empresas no distorsionen ni oculten información significativa en los documentos que -obligatoria o voluntariamente- generen. Algo que exigiría extender criterios similares a los aplicados a la información financiera a toda la información adicional (y también a la de RSE) que publique institucionalmente la empresa. Es decir: criterios mínimos de información (que necesariamente deben respetarse de forma que la información sea evaluable de forma objetiva), auditoría externa obligada (pero auditoría real, no las amables verificaciones habituales en los informes de RSE) según criterios públicos y penalización legal en caso de descubrirse que la empresa ha manipulado u ocultado información relevante. Sólo así, de paso, podría superarse el estomagante tono publicitario y la muy baja calidad de tantos informes de RSE.
Creo que no somos pocos los que desearíamos que ese imprescindible (e inevitable) debate público sobre la RSE no dejara de lado este tipo de preocupaciones. Pero no deberíamos olvidar que eso es algo que dependerá decisivamente del interés (y de la corresponsabilidad) de la sociedad por tener empresas mejores y más responsables: es decir de la fuerza de los contrapoderes (viejos y nuevos) que, frente al poder empresarial, sepa construir la sociedad. Si la RSE consiste en esencia en la respuesta equilibrada que la empresa ofrece a las demandas de sus diferentes grupos de interés, sus avances dependerán inevitablemente de que esos grupos de interés se doten de la capacidad de presión necesaria para equilibrar la posición con que la empresa negocia con cada uno de ellos. Sólo así, como ha demostrado abrumadoramente la mejor teoría económica, se puede reducir el grado de dominación en el mercado y el nivel de imperfección de la competencia: algo que tiene mucho que ver con la RSE. Por eso, cada día que pasa comparto con más firmeza el convencimiento de que una de las medidas públicas más eficaces para intensificar y extender la RSE es fortalecer el tejido cívico de la sociedad.
Regulación y contrapoderes: nada nuevo, decíamos; una muy vieja canción. Una canción, sin embargo, que no es de otro tiempo: que recuerda el carácter eminente e inevitablemente político y social de la RSE. Es la poco original y un tanto escéptica lección que a algunos nos queda de una década de la que se esperaba mucho, y en la que probablemente no poco se ha avanzado, pero que finaliza dejándonos un embarazoso aroma de melancolía, una inocultable insatisfacción y una lacerante sensación de frustración.
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