La publicación de ‘Oxytocin Increases Trust in Human’ (Kosfeld et al.,
2005) mostró empíricamente lo que muchos filósofos, economistas y sociólogos
han defendido durante décadas: la ‘confianza’ se halla detrás del éxito o
fracaso de las relaciones interpersonales, incluso en contextos altamente
competitivos como los económicos. Sobre todo porque un aumento en los niveles
de confianza entre agentes genera que éstos asuman mayores riesgos a hora de
cooperar, aun cuando no exista ningún tipo de coerción externa que garantice
los acuerdos y controle los procesos a lo largo del tiempo. Un hecho que
minimiza los costes de transacción y posibilita una mayor sostenibilidad de la
actividad.
Precisamente, durante los últimos veinticinco años la Università di Bologna
ha estado llevando a cabo un estudio interdisciplinar sobre lo que consideran
uno de los mecanismos de cohesión y coordinación de la acción genuinos y más
importantes de la sociedad civil: los “bienes relacionales”, un capital
intangible cuyas especiales características mantienen una gran similitud con el
concepto de ‘recursos morales’ trabajado desde la Universitat Jaume I de
Castellón entre otras.
El término ‘bienes relacionales’ fue acuñado por primera vez por la
filósofa Martha Nussbaum a través de sus estudios sobre Aristóteles en The
Fragility of Goodness: Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy
(1986), pero desarrollado al mismo tiempo por la propia Nussbaum, el sociólogo
Pierpaolo Donati, el economista Benetto Gui y la politóloga Carole Uhlaner.
Nussbaum entiende por ‘bienes relacionales’ aquellas “experiencias humanas en
las que el bien es la relación por sí misma”; como puede ser la confianza, la
reciprocidad, la amistad, la participación democrática o el compromiso civil,
formas específicas de bienes que nacen y mueren con la relación y que permiten
el establecimiento de interacciones estables entre instituciones, organizaciones,
empresas o agentes económicos. De esta forma, los ‘bienes relacionales’
mantienen ciertas características que lo convierten en un tipo de capital
social especial: a) nacen y mueren en la relación misma; b) no pueden ser
instrumentalizados; c) son intangibles; d) crecen con el uso; y e) permiten a
las instituciones, organizaciones, empresas y agentes económicos llevar a cabo
diferentes acciones para satisfacer objetivos comunes.
Desde su aparición, los ‘bienes relacionales’ han sido trabajados con el
objetivo de intentar dar respuesta a los nuevos desafíos del desarrollo
económico, social y humano del siglo XXI. Precisamente, muchos de estos
trabajos han detectado que la falta de una correcta generación y potenciación
de este tipo de bienes es la principal causa de la actual insostenibilidad del
mercado y la sociedad, así como de las instituciones, organizaciones y empresas
implicadas. Al haberse forjado ambas esferas desde los supuestos beneficios del
individualismo, han generado un déficit de relacionalidad que ha limitado tanto
el desarrollo económico como social y humano.
Por otro lado, el término ‘recursos morales’ fue acuñado por el economista
alemán Albert O. Hirschman en “Against parsimony: Three Easy Ways of
Complicating some Categories of Economic Discourse”, y trabajado
conceptualmente por el propio Hirschman, por los sociólogos alemanes Karl Offe
y Ulrich K. Preuss, y por el filósofo español Domingo García-Marzá entre otros.
De sus estudios subyace la idea de un tipo de recurso que se encuentra
estrechamente vinculado con nuestras expectativas sobre a) la experiencia y el
conocimiento sobre la continuidad del orden natural y social; b) la competencia
y las habilidades y capacidades técnicas de los agentes y las instituciones,
organizaciones y empresas vinculadas; c) los intereses en juego de los demás.
De ahí que, como argumenta García-Marzá, tras la reconstrucción de las
condiciones de posibilidad que subyacen a toda relación de confianza, este tipo
especial de ‘capital social’ emerge como un ‘recurso moral’, mostrando la
función social que puede cumplir la ética en los diferentes campos de actividad
humana. Es decir, se explicita como un ‘recurso’ porque permite a los agentes
llevar a cabo diferentes acciones gracias, en parte, a que posibilita el
establecimiento de relaciones interpersonales y la coordinación de sus propios
objetivos con los objetivos de las otros agentes implicados con los planes de
los demás agentes económicos, ya sean particulares o colectivos. Y se muestra
como ‘moral’ porque no sólo se deja asesorar por lo convencional, por
creencias, valores y normas compartidos por una determinada comunidad, sino, y
por encima de todo, por la razón práctica, por la capacidad humana de dejarse
orientar por juicios morales.
Desde mi punto de vista, no se trata de dos formas diferentes de capital
social. Aunque los bienes relacionales se preocupan principalmente de cómo
lograr la felicidad o autorrealización de las personas, de ellos subyace la
misma estructura comunicativa que caracteriza todo recurso moral. Y aunque los
recursos morales se centran especialmente en cuáles son las
condiciones de posibilidad de su generación y potenciación, no por ello dan la
espalda a los máximos de felicidad de las sociedades y sus ciudadanos. Desde
una ética pública cívica como la que defiende Adela Cortina, máximos de
felicidad y mínimos de justicia son dos caras de la misma moneda. Los máximos,
por cuyo desarrollo se preocupan los bienes relacionales, se constituyen
firmemente desde los mínimos de justicia de las sociedades maduras,
aquellas con un nivel post-convencional de desarrollo moral. Mientras que los
mínimos, por cuyo desarrollo se preocupan los recursos morales, se alimentan y
actualizan desde los máximos de felicidad de las sociedades. Por consiguiente,
felicidad y justicia van de la mano. La una motiva y enriquece, la otra
justifica y legitima.
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